El vaho de los cristales empañaba toda la vista que pudiera tener M. del camino a casa, pero poco le importaba y es que tenía otras cosas en mente. Más que otras, solo tenía un único pensamiento que iba repitiéndose una y otra vez.
Para ponernos en situación, tenemos que informar al lector de que el gofo de M, llevaba cerca de cinco días saliendo de casa con su paraguas, temiendo un diluvio como el de esta noche, aunque en el transcurso de todos estos días nunca llovió. Hasta hace escasos minutos no empezó a llover de hecho, pero lo único que a él le importaba, es que iba preparado.
Este hecho le produjo una sincera satisfacción, mas cuando tuvo que aguantar durante todos estos días, las risas y los comentarios irónicos de sus compañeros acerca de su manía y su más que probable sombrifília si es que la palabra existe, pero ahora; sentado en el asiento del autobús, una increíble sonrisa recorría de oreja a oreja su rostro y aún más su alma. Era una sonrisa pura y llena de auténtico orgullo.
Puede que sea triste o simple el motivo, pero pocas veces se había sentido tan feliz el pobre Diablo.
Es el henchimiento del ego al predecir el futuro, pues M, ya llevaba días con el fijo presentimiento de que iba a caer una buena tormenta, pero el lector no debe equivocarse, el lector tiene que saber que M, no es ni mucho menos un visionario ni un adivino, les puedo asegurar que no es más que un maniático estrambótico capaz de estallar de júbilo por la más remota tontería, y la verdad es que la bobalicona sonrisa imborrable de su rostro no hace más que confirmar la teoría.
Sí, claro que acertó, sólo faltaría que nunca más fuera a llover. Pero él lo entendía cómo un tremendo acierto, y por esto mismo; por llevar paraguas el día que llovía, al igual que lo había llevado toda la semana de radiante sol, no cabía en sí de la ilusión.
Era fácil adivinar que en su fuero interno se iba repitiendo una y otra vez la misma y siempre eterna cancioncilla del: “Lo sabía, lo sabía…” o el “Ya se lo advertí”, o el aún más sobado: “Quién avisa no es traidor”, pero el “¡lo sabía, lo sabía, lo sabía!...” era el rey de la fiesta.
Así que mientras el traqueteo del autobús hacía rebotar su cabeza de un lado a otro, M. se sentía henchido de gozo y cual necio, la sonrisa parecía que fuera a salírsele de sus límites naturales que son las orejas.
Las caras apagadas y tristes de un típico día de lluvia a las tres de la madrugada contrastaban entera y eternamente con la sonrisa estúpida de M. que presidía el autobús desde el último asiento del mismo.
“Lo sabía, lo sabía…” se iba repitiendo una y otra vez, y se descojonaba de la risa en su interior, incluso le cayó una lagrimilla irreprimible de gozo, la cual se convertiría escasos momentos después en una lágrima de impotencia, incredulidad y desesperación al darse cuenta de que al bajar del autobús, se olvidó el paraguas dentro.