lunes, 10 de octubre de 2011

La lluvia (O cómo el tonto se lució)

El vaho de los cristales empañaba toda la vista que pudiera tener M. del camino a casa, pero poco le importaba y es que tenía otras cosas en mente. Más que otras, solo tenía un único pensamiento que iba repitiéndose una y otra vez.

Para ponernos en situación, tenemos que informar al lector de que el gofo de M, llevaba cerca de cinco días saliendo de casa con su paraguas, temiendo un diluvio como el de esta noche, aunque en el transcurso de todos estos días nunca llovió. Hasta hace escasos minutos no empezó a llover de hecho, pero lo único que a él le importaba, es que iba preparado.

Este hecho le produjo una sincera satisfacción, mas cuando tuvo que aguantar durante todos estos días, las risas y los comentarios irónicos de sus compañeros acerca de su manía y su más que probable sombrifília si es que la palabra existe, pero ahora; sentado en el asiento del autobús, una increíble sonrisa recorría de oreja a oreja su rostro y aún más su alma. Era una sonrisa pura y llena de auténtico orgullo.

Puede que sea triste o simple el motivo, pero pocas veces se había sentido tan feliz el pobre Diablo.

Es el henchimiento del ego al predecir el futuro, pues M, ya llevaba días con el fijo presentimiento de que iba a caer una buena tormenta, pero el lector no debe equivocarse, el lector tiene que saber que M, no es ni mucho menos un visionario ni un adivino, les puedo asegurar que no es más que un maniático estrambótico capaz de estallar de júbilo por la más remota tontería, y la verdad es que la bobalicona sonrisa imborrable de su rostro no hace más que confirmar la teoría.

Sí, claro que acertó, sólo faltaría que nunca más fuera a llover. Pero él lo entendía cómo un tremendo acierto, y por esto mismo; por llevar paraguas el día que llovía, al igual que lo había llevado toda la semana de radiante sol, no cabía en sí de la ilusión.

Era fácil adivinar que en su fuero interno se iba repitiendo una y otra vez la misma y siempre eterna cancioncilla del: “Lo sabía, lo sabía…” o el “Ya se lo advertí”, o el aún más sobado: “Quién avisa no es traidor”, pero el “¡lo sabía, lo sabía, lo sabía!...” era el rey de la fiesta.

Así que mientras el traqueteo del autobús hacía rebotar su cabeza de un lado a otro, M. se sentía henchido de gozo y cual necio, la sonrisa parecía que fuera a salírsele de sus límites naturales que son las orejas.

Las caras apagadas y tristes de un típico día de lluvia a las tres de la madrugada contrastaban entera y eternamente con la sonrisa estúpida de M. que presidía el autobús desde el último asiento del mismo.

“Lo sabía, lo sabía…” se iba repitiendo una y otra vez, y se descojonaba de la risa en su interior, incluso le cayó una lagrimilla irreprimible de gozo, la cual se convertiría escasos momentos después en una lágrima de impotencia, incredulidad y desesperación al darse cuenta de que al bajar del autobús, se olvidó el paraguas dentro.

sábado, 8 de enero de 2011

Rebajas

El monstruo ocioso no cesaba de ir de un lado para otro, en cualquier momento se produciría el colapso y entonces, acabaría el sistema ahogado, muerto de éxito. Pero esto no importa.

Nuestro héroe estaba sentado, con la mirada ausente, vacía, esperando una vida nueva, unas colinas verdes quizás. Mientras no llegasen, el seguía sepultado bajo las ruidosas pisadas y tremendas risotadas de las crías del monstruo.

Era un espectáculo dantesco, todo incitaba a la promiscuidad, los colores y las formas. Tal era el bullicio que los sentidos andaban anulados por completo, era el día de los instintos, y cuanto más baratos, mejor.

Había demonios que arremetían con todo lo que podían, había necios que sin siquiera saber hablar ya oraban ante otros más necios aún, todo un discurso aprendido.

Hablaban por boca del monstruo cosas que ni ellos mismos acababan de comprender.

La música acompañaba la histriónica imagen pre-apocalíptica, faltaba poco para que se separase la tierra y las llamas del infierno y los fuegos fatuos, asomaran la cabeza por la superficie y engulleran a la humanidad.

Entre berrinches atómicos y melodías metálicas, los tambores resonaban más y más fuerte, golpeando las ya maltrechas sienes de nuestro héroe, del cual apenas se conseguía ver nada ya. Un fugaz recuerdo. Se había convertido, por designios del guión, en otro mueble más destinado a ser engullido por la orgía demoníaca.

No había ni un resquicio, ni una pequeña señal de que aquellas, las crías del monstruo repararan en él dada la agitación que se traían, excepto cuando se quedaban con hambre y le arrancaban o bien una oreja o bien el meñique de un mordisco.

El monstruo era el rey de la entropía, era el paradigma del principio de los tiempos. El caos reinante pronto produciría ataques epilépticos y catatónicos.

A ojos inexpertos parecería que nada tienen que ver los unos con los otros, pero todos estos demonios que corretean arriba y abajo tirándose de los pelos, comportándose como auténticos maníacos, chillando, riendo y llorando, comparten una sed insaciable de temor y angustia que les lleva a la destrucción absoluta de cuanto les rodea con tal de llevarse un trozo del pastel a la boca.

Arrollan con todo a su paso y por ello se derrumban las paredes, el techo cae a pedazos, y la energía se transforma en el calor del peor de los infiernos.

Y es que Hades no hace distinciones y por eso acepta a altos y bajos, gordos, delgados, feos y guapos, toda suerte de demonios de forma humana, que ignorando su poder real, corretean de un lado para el otro sin siquiera ser conscientes de que están corriendo.

El poco oxígeno que queda empieza a oler a azufre, las llamas cada vez son más grandes y el sudor de unos y otros está empapado del olor a brasas de los demonios saprófitos.

Nuestro héroe apenas se ha movido en un millar de años, empezó sus días sentándose en un rincón desde el cual ha seguido la evolución de la escena sin apenas pestañear. Tanto alboroto en su derredor contrasta con la nada que reina en su cuerpo y mente.

No hay absolutamente nada, aún siendo pisado y mutilado por los demonios, aún siendo taladrado por las baquetas de los tambores, no hay nada que consiga alterar su ausente estado de ánimo excepto la visión de un semejante, a lo lejos, en la otra punta de la tienda. Ve a otro hombre que al igual que él, está cansado de esperar a que su mujer acabe de probarse vestidos.