viernes, 17 de septiembre de 2010

Capítulo tercero:

Bien sabía, aún empeñándome en creer lo contrario, que la presencia del hombre magno y el hallazgo de los zapatos infernales estaban estrechamente relacionados. Lo que no supe ver fue el porqué. Al igual que los niños pequeños, necesito saber el porqué; siempre. Pero bien hay veces en los que quizá mejor mantenerse al margen. Y así fue durante los días que siguieron. Me propuse olvidar este incómodo asunto. Los primeros días hacía vida normal, seguía yendo a la facultad, iba a clase y charlaba con la gente. Aunque tuviera en la cabeza la imagen impertérrita de la taquilla guardando los zapatos diabólicos, intenté disimular todo lo bien que pude. Pero esta coraza me duró apenas tres días. Al igual que el corazón delator, yo oía latir a mi taquilla, y cada nuevo latido era más potente que el anterior. Rezumbaba en mi cabeza el estallido metálico de la puerta al latir, y un dolor frío y agudo se apoderó de mi cuerpo creándome un malestar general insoportable, y con ello; una transformación decadente en mi humor, hasta el punto que por pequeño que fuera, cualquier detalle me irritaba. Las conversaciones de las viejas en el bus me removían la bilis estomacal, el saludo intrascendente del compañero de turno era una patada en el estómago, y así poco a poco con todo lo que me rodeaba. Y lo peor por supuesto, seguían siendo los latidos enormes.

Al tercer día me encerré en casa y no me atreví a salir, pero el ruido de los vecinos se me metía y perforaba el tímpano, y las obras que hacía años que duraban nunca me parecieron tan abominables. Era tal mi desesperación, que me subió la fiebre y tuve que guardar cama durante dos días seguidos sin más alimento que agua y manzana en cuentagotas, tampoco tenía fuerzas para nada más. Entre delirio y delirio sudé mucho, y reconozco que eso me fue bien. De fábula vaya. Exteriormente tal vez pasaría desapercibido en una funeraria, pero a pesar de mi apariencia esquelética y magullada por unas ojeras interminables, me sentí con fuerzas renovadas para volver a empezar y coger el toro por los cuernos, así que decidido me acerqué a esa pesadilla de cubilete para comprobar por mi cuenta que en mi sano juicio, ese calzado nunca existió, y que no fue más que una pequeña alucinación provocada por la incubación de la enfermedad que días después me tuvo en cama guardando reposo. Y si resulta que eran de verdad, pues mejor para mí porque el recuerdo es que eran unos muy buenos zapatos, así que una vez aseado y vestido me dirigí a la universidad.

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